Momento Espírita
Curitiba, 28 de Abril de 2024
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ícone Añoranzas de un niño

¡Ah, madre mía, cuánta añoranza! Partiste hace cincuenta y tres años y aún me veo un niño llorando tu ausencia.

Tenía poco más de cuatro años cuando partiste, dejando a mi padre en la viudez y yo en la orfandad. 

Tu ausencia desencadenó en mi vida profundas alteraciones.

No fue solamente el cariño de madre que me faltó. También dejé la casa que era mi hogar, para vivir con mi abuela y mi madrina.

Todo cambió. El infarto que te quitó la vida física, frustró mis sueños de niño despreocupado.

Mientras todos los colegas de mi clase reclamaban de sus madres, yo reclamaba solamente la ausencia de madre.

Te busqué en muchas madres, intentando encontrar a alguien que me diera el cariño maternal que yo idealizaba.

En una madre, que me recibía en su hogar los fines de semana junto a su propio hijo, percibía que había demasiada disciplina.  

Deseaba comer huevos, muchos huevos, pues de niño me gustaba mucho saborear  las yemas blandas.

Sin embargo, en aquella casa había una regla: allí nadie podía comer más de uno.

Uno solamente. No porque no los hubiese o fuesen escasos, pero porque la señora tenía miedo de un tal de colesterol.

No podía comprender, pero sabía que aquella no podría ser mi madre. Porque mi madre permitiría que mi voluntad de niño goloso fuese satisfecha.

En otra, que me acogió en un alegre día de fiesta, pensé encontrar la madre anhelada.

Sin embargo, cuando deseé un tiempo libre para un descanso, comprendí que allí había otra regla: el trabajo.

Y trabajo pesado: limpiar la maleza del terreno. Y mi memoria de niño recuerda que era inmenso, casi interminable.

Con certeza, mi madre me dejaría descansar, gozar del ocio y aún me mimaría en sus brazos por un largo tiempo.

Ah, madre mía, cuanta añoranza en los días de fiestas en la escuela, cuando comparecían todas las madres, menos la mía; en las victorias escolares, en las celebraciones de mención de honor que otras madres conmemoraban aplaudiendo a sus hijos, menos la mía; en las festividades del Día de la Madre, cuando todos confeccionaban tarjetas, regalos para sus madres y las sorprendían, menos yo.

Cómo deseé tus abrazos. Cuántas noches lloré tu ausencia.

Aprendí que la vida continuaba, más allá del portal de la muerte. Pero, si así era, ¿por qué no venías abrazarme, rompiendo la barrera entre el mundo invisible y el material?

Sí, tuve el cariño de la abuela, que me reconfortó. Pero yo quería un regazo de madre.

Mi abuela hacía todo lo que podía, en el cansancio de sus años y en las condiciones que disponía.

Yo deseaba comer pan con mantequilla y queso. Mi abuela decía que debía escoger uno u otro.

Yo pensaba: Si fuese mi madre yo podría comer a los dos.

Te idealicé siempre más bella y más tierna que el grabado en mis propios recuerdos.

Te esperé a cada día y en todas las noches de mí crecer en soledad, venciendo los años de la niñez, de la adolescencia, de la juventud.

Entonces, transcurridos cincuenta y tres años  surges para mí, atestiguando de la vida que no muere y del afecto que no fenece.

Surges bella, culta y sabia utilizándote de mi mediumnidad para transmitir tus mensajes.

Y lo que escribes por mis manos, para mí, tu hijo y para los hijos de todas las madres, lenifica el dolor de mi añoranza siempre presente.

Entonces, agradezco a Dios por tu ausencia del ayer, que me dio fortaleza moral; y por tu presencia junto a mí, en las horas del hoy, cuando señalas derroteros de luz que brotan de mis manos.

Dios, gracias por mi madre.

 

Redacción del Momento Espírita, con base en
hechos de la vida del orador espírita Raul Teixeira.
Disponible en el CD Momento Espírita Español, v. 1, ed. FEP.
En 24.6.2014.

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