Momento Espírita
Curitiba, 19 de Abril de 2024
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ícone Muda censura al Creador

Cuando llega la primavera nos extasiamos ante la variedad de colores y de la exuberancia de vida.

Con alegría extraordinaria, saludamos a la estación de las flores, de los perfumes, de las bendiciones del sol, de la amenidad de los días, de los cantos de los pájaros.

Vivimos intensamente la estación primaveral aun sabiendo que, en pocos meses, todo eso desaparecerá, que el invierno llegará con sus días gélidos, cenicientos.

Aun sabiendo que las flores fenecerán en los jardines, que los árboles se quedarán desprovistos de follaje, mostrando sus brazos desnudos.

Cabe preguntarnos por qué no nos quedamos en extremo tristes por ese cambio permanente que se presenta en los cuadros de la naturaleza.

Es que todos estamos plenamente conscientes de que las estaciones se suceden periódicamente y que pasado el invierno con sus mantos de hielo, la primavera volverá a cantar hosannas en el mundo.

*   *   *

Si eso sucede en la naturaleza, ¿por qué no puede ocurrir lo mismo entre los seres humanos, hijos de un Padre amoroso y bueno?

¿Por qué aún insistimos que después de la muerte física no existe nada más?

Recordamos a Jesús enseñando sobre la hierba del campo, que Dios viste de manera magnífica; la hierba que hoy reverdece el campo y pronto será echada al fuego, por estar seca.

Él nos indaga, en síntesis: ¿Acaso no sois vosotros mucho más importantes, hijos del Padre celestial?

La ciencia establece que, en este mundo, ni la partícula atómica más pequeña desaparece sin dejar rastro. Nada se pierde, todo se transforma.

¿Por qué sería diferente con el alma del hombre, creada a imagen y semejanza de Dios?

Dios es eterno, el alma es inmortal. Semejanza. ¿Por qué habría el hombre de estudiar tanto, perfeccionarse, luchar, amar, engrandecerse en la Tierra si fuese a terminar en la tumba? ¿O como un simple puñado de cenizas arrojado al viento?

¿Sería sólo el hombre destinado a la finitud, para extinguirse, irremediablemente, después de los cincuenta, setenta o cien años en la Tierra?

Si todo vive, revive, se transforma, resurge más allá, ¿por qué debería ser diferente con el Espíritu?

Eso nos lleva a la forma como encaramos la muerte. Cuando parte un ser querido, lloramos como si fuese una pérdida irreparable.

Algunos nos rebelamos. Acusamos a Dios de padrastro, con todo lo que, de forma prejuiciosa, juzgamos de amargo en la palabra.

Justa es la tristeza por la separación de alguien que realiza, antes de nosotros, el gran viaje rumbo al más allá.

Sin embargo, no debemos llorar demasiado a nuestros difuntos queridos. Como enseñan las almas de luz, la tristeza prolongada es una muda censura que se hace al Creador.

Pensemos en eso. Recordemos la noche que sucumbe ante el amanecer de luz. Acordémonos de la primavera que revienta en flores y colores, después de haber dormido durante la estación invernal.

Recordemos la oruga que emerge como una mariposa alada.

Somos inmortales. Nuestros muertos queridos están de pie. Ellos nos ven, siguen teniendo por nosotros los mismos sentimientos. Y nos aguardan.

Oremos por ellos, enviémosles nuestras vibraciones de cariño, abracémoslos con nuestras oraciones.

Pronto volveremos a estar juntos, en el más allá o en esta bendita Tierra de Dios.

Redacción del Momento Espírita, basado en el artículo Quando parte alguém querido,
 de
Mário Frigéri, de la revista Reformador, ed. FEB, marzo de 2015.
En 11.7.2016.

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