Momento Espírita
Curitiba, 24 de Abril de 2024
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ícone Cuando nuestros padres envejecen

Cuando somos niños, vemos a nuestros padres como criaturas especiales, invencibles.

Ellos pueden hacerlo todo, desde arreglar el carrito roto hasta resolver ese problema de matemáticas súper difícil para nuestras cabezas.

Ellos no se cansan. Trabajan todo el día, vuelven a casa y todavía están dispuestos a comprobar si hemos hecho la lección, si nos duchamos correctamente, si alimentamos al perro.

Cenan con nosotros, conversan, ven televisión, insisten en que estudiemos un poco más para el examen del día siguiente.

Comprueban si nos cepillamos bien los dientes antes de dormir, y rezan con nosotros antes de que el sueño nos asalte.

Nunca se enferman. O mejor, de vez en cuando tienen gripe, un poco de tos, dicen que les duele el cuerpo. Pero no es nada.

Pronto se ponen de pie, continuando la rutina.

Nosotros somos los que nos enfermamos: fiebre, dolor de garganta, dolor de muelas, dolor de cabeza. Síntomas que siempre les preocupan y los hacen llevarnos al médico, al hospital.

Y proveen medicinas, dietas, cuidados de todo tipo. Se quedan despiertos en la noche y en la madrugada para ver si nuestra fiebre ha disminuido, si estamos mejorando, si...

Pero los años se van sumando y un día nos descubrimos adultos, maduros.

Entonces, si como padres asumimos muchas responsabilidades, cuidando a nuestros pequeños, poco a poco nos daremos cuenta de que nuestros padres están envejeciendo.

Es el momento en que nosotros, los hijos, pasamos a vivir sobresaltados. Todo nos preocupa.

Una simple tos de ellos nos impresiona. ¿Será alguna enfermedad grave que se presenta? ¿Están tomando sus medicamentos correctamente?

Todo, en verdad, asume gravedad ante nuestros ojos. El olvido de un compromiso es un síntoma que nos pone en alerta.

¿Será un signo de Alzheimer?

¿El paso lento estará indicando que empiezan a tener limitaciones físicas?

Y nos olvidamos, en nuestras preocupaciones, que ellos no tienen que vivir acelerados porque ya han hecho demasiado.

No tienen que seguir un horario estricto. Pueden irse a dormir tarde o temprano o levantarse cuando quieran.

Pueden dar un paseo muy tranquilo por la plaza, sin tener que correr tras los niños.

Pueden apreciar tranquilamente el paisaje, darse cuenta de la flor que despertó en el jardín, sin tener que preocuparse, al fin, por saber dónde se metieron los niños.

Sí, algunos síntomas son el resultado de la edad. O signos de posibles enfermedades que piden atención y cuidados.

Pero, en otros momentos y muchas veces, son sólo nuestros queridos padres envejeciendo, dulcemente.

Y lo que más necesitan es nuestro cariño, no nuestra angustia.

Es natural dejarlos caminar a su ritmo, a su tiempo.

Es entender que, a veces, no están de humor para salir, acompañarnos al club, a la temporada de playa.

Es acompañarlos al cine, al teatro. Y no llevar a la cuenta del sentimentalismo si lloran en escenas sin mayor importancia.

Finalmente, es importante disfrutar plena e intensamente cada minuto junto a ellos, mientras Dios nos permita tenerlos con nosotros, aquí, en la Tierra.

Tener en cuenta que el tiempo de ellos es diferente al nuestro. De la misma manera que, para nuestros hijos, el tiempo es diferente de nuestras propias horas.

Pensemos en eso.

Redacción del Momento Espírita.
El 11.1.2021.

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