A veces, las personas dicen que viven muy bien sin vincularse a ninguna creencia. Que la religión no les hace falta.
Y por eso, no frecuentan ningún culto o templo, no se involucran en esas cuestiones, como afirman.
Podemos ver que, mientras todo va bien, se vive la vida en abundancia. El empleo está garantizado, el sueldo es bueno, la familia sigue adelante sin sobresaltos.
Los hijos están en la escuela, algunos ya han logrado la alegría de aprobar el examen de acceso y van a la universidad.
Sin embargo, la vida en la Tierra pasa por fases. Nada es permanente, incluso aunque vivimos en un mundo de cosas transitorias. Así, la salud que hoy nos abraza podrá migrar mañana a lugares lejanos.
Los seres queridos que comparten con nosotros las alegrías del hogar, pueden ser los pasajeros que abandonan la nave Tierra y, a menudo, de forma intempestiva, trágica.
Estamos paseando tranquilos y un accidente puede arrebatarnos la libertad del movimiento físico para el resto de nuestros días.
Nos sentimos muy bien, disfrutando de nuestros días con el trabajo, los amigos y el ocio y, de repente, una enfermedad nos toma por asalto, llenando de sombras los meses venideros.
Cuando esas cuestiones ocurren y no disfrutamos del apoyo de la creencia en la vida verdadera, en la inmortalidad del alma, en la existencia de un Dios justo y bueno; cuando todo lo que era bueno se vuelve malo, como si fuera una acumulación de lo que llamamos desgracias, los que no tenemos el esclarecimiento de los objetivos de la vida en la Tierra, y que solíamos vivir como si hubiera perennidad en este mundo, sentimos que nos falta el suelo.
Entonces, la desesperación se convierte en nuestra compañera constante, porque no podemos aceptar la separación de un ser querido, arrebatado por esa arpía llamada muerte.
Y si pensamos en Dios en esos momentos, es para quejarnos, para rebelarnos, porque el dolor es inmenso, casi insoportable.
Cuando somos sorprendidos por diagnósticos que nos hablan de la muerte inminente, cuando somos estorbados en nuestras posibilidades de amplia libertad, todo se vuelve sombrío.
Es para esos momentos que la religión cobra importancia. La religión que aclara que todos fuimos creados por el amor de un Dios Padre, todo justicia y misericordia.
Que somos Espíritus en tránsito por un cuerpo de carne, con nuestros días contados sobre la faz del planeta. Que nuestro objetivo es progresar y que, para ello, tenemos que soportar dolores y dificultades que ponen a prueba nuestra fortaleza.
Es en esos momentos cuando la oración que hemos aprendido a decir, en alabanza y gratitud a ese Padre, se convierte en una oración de súplica.
Nuestro diálogo con Él no es de revuelta ni de rebeldía, es la conversación entre un hijo y su Padre, pidiéndole fuerza.
Conscientes de que a cada uno se le da según sus obras, tenemos la certeza de que hay una razón seria para que el sufrimiento nos envuelva, en cualquiera de sus formas.
Para eso está la religión, la que nos aclara por qué estamos en este planeta, que nuestra estancia aquí es temporal, que pronto volveremos nuevamente a entrar en el mundo espiritual, de donde venimos.
Y entonces, diluiremos nuestra nostalgia reencontrándonos con todos los seres queridos que nos precedieron. Y también, llegaremos allí con la palma de la victoria de quien supo vencer el dolor, la enfermedad y la muerte, con el honor de un hijo confiado.
Pensemos en eso y agradezcamos a Dios por la bendición de la fe que guía nuestros días y de la religión que ilumina nuestra conciencia.
Redacción del Momento Espírita.
El 5.2.2024